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A mi padre siempre le gustó muchísimo el campo, pero por ser hijo mayor en aquella generación donde el deber estaba por encima de todo; estudió derecho que era lo que se esperaba de él. Se pasó su vida laboral completa en un escritorio de Tribunales pensando en el campo. Seguramente buscando que yo no cometiera el mismo error me insistió fuertemente para que me dedicara al campo, lo que afirmó mi vocación en cualquier otro rubro. Nuestra relación fue tirante, de opuestos, él era riguroso y yo respondía con rebeldía. Más allá de no darle el gusto, que en mi adolescencia y juventud se había convertido en mi deporte favorito, yo le decía al que me quisiera oír, que jamás me dedicaría a una actividad en la que todo mi esfuerzo dependiera de un parte meteorológico, que mi éxito o mi fracaso lo decidiera algo tan fuera de mi control como la naturaleza.
Cuando decidí estudiar publicidad, sabía que no entraba en el plan ideal que mi viejo soñaba para mí, por eso intenté endulzarle el mal trago: cursaría en la Universidad de El Salvador (él se recibió en ese colegio) donde la carrera duraba cinco años y entre sus materias incluía teología (mi viejo era muy religioso). Recuerdo ese momento como un mal sueño, estábamos los dos solos, yo le había llevado un folleto de la facultad y le daba mis argumentos intentando contagiarle mi entusiasmo. De hecho estaba desistiendo de la Escuela Superior de Publicidad que era mi preferida pensando que El Salvador sonaría mejor para él.
–Muy bien, todo muy lindo, pero ya que te vas a meter cinco años en una facultad, ¿por qué no estudias algo en serio?
Mi debut como publicista fue un rotundo fracaso, no estuve ni cerca de venderle mi proyecto al viejo y él, sin saberlo, con su negativa despejó todas mis dudas. Al día siguiente me anoté en la Escuela Superior de Publicidad, que era lo que realmente quería. Con los años mi viejo lo entendió también y aunque no me lo dijo, sé que se alegró de que yo no cometiera su mismo error, el de no seguir mi pasión.
La publicidad me llevó al cine y entre los dos me permitieron formar y mantener una familia mientras hacía lo que siempre me gustó. Ya en mi etapa de consultor, aprovechando mi experiencia en agencias de publicidad y en productoras de cine para asesorar a empresas en la producción de comerciales, me llegó un proyecto que de alguna manera cerraría el círculo con mi viejo.
Era un guion que exigía escenarios naturales, una historia en la que cinco chicos en un bosque se encontraban con un oso y los rescataba un guardaparques. El lugar elegido para filmar fue Bariloche, allí viajó un equipo de filmación para hacer una avanzada, la agencia y yo llegamos varios días después. La tarde previa al rodaje estábamos en un bar sobre el Lago Nahuel Huapi cuando de repente apareció una nube con forma de cigarro gigante y de un color gris oscuro distinta a cualquier nube que hubiera visto antes. De a poco, fue ganando todo el cielo, nos quedamos absortos y los teléfonos reaccionaron antes que nosotros, sonaron todos juntos: “Entró en erupción el volcán Calbuco en Chile”.
Lo que en un primer momento parecía terrible fue empeorando con el correr de las horas. Primero suspendieron todos los vuelos hacia y desde Bariloche. Esto provocó que la delegación del cliente no pudiera viajar. Después suspendieron las clases hasta nuevo aviso con la recomendación de no salir de sus casas. Finalmente, cerraron todos los parques nacionales, incluido por supuesto, en el que nosotros pensábamos filmar.
Desde Buenos Aires el cliente preguntaba qué hacer. En Bariloche la productora planteaba lo mismo. El panorama era el peor. Levantar la filmación, que parecía lo más lógico, a esa altura significaba perder más de la mitad del costo de la filmación sin siquiera haber encendido una cámara. Arriesgarnos a filmar implicaba reemplazar locaciones, conseguir autorizaciones de los padres de los niños y replantear todos los planos generales porque la visibilidad no superaba los cinco metros.
El cliente me repetía que yo era los ojos de la compañía en Bariloche. La productora entendía la incómoda posición en la que estaba, pero pedía una definición. Yo tenía una sola cosa confirmada, de ahí no nos podríamos mover por varios días.
–Esperemos un poco a ver si los pronósticos aclaran algo.
Yo trataba de ganar tiempo, fuimos a cenar a un restaurante cerca del hotel y a la salida noté cómo, de repente, todos los autos eran grises, las cenizas ya se depositaban en todo y mataban los colores. Las veredas se tapizaban con un paño gris y en las calles quedaban grabadas las huellas de los autos.
Quizás el parte de las diez. Quizás el de las once. Esperemos al pronóstico de las doce…
A la una de la mañana ya no había más margen, en cuatro horas los camiones deberían arrancar y la citación para la agencia era a las siete de la mañana. ¿Qué hacemos?
Qué ironía, pensé. Tantas veces diciendo que no quería depender de un parte meteorológico y mírame ahora; nunca escupas al cielo porque es jodidamente vengativo. Y pensando en el cielo me acordé de mi viejo que residía allá desde hacía varios años. Lo imaginé sereno y me hice la pregunta que todos en algún momento nos hacemos, pero pocos lo confiesan: ¿qué haría mi viejo si estuviera en mi lugar?
Hice un último repaso de la situación: todavía no estaba prohibido que los menores salieran de sus casas y teníamos el permiso de todos los padres. Las locaciones en parques nacionales podían reemplazarse por las segundas opciones que se habían presentado en la reunión de preproducción. Con el oso no había problema porque no era real, era un disfraz que podía llevar cualquiera del equipo y el actor que hacía de guardaparque casualmente era amigo de uno de los chicos de marketing, estaba dispuesto a hacer lo que le pidiéramos. Lo que no tenía solución eran los planos generales, lamentablemente deberíamos contar la historia con encuadres más cerrados y cruzar los dedos para que en la segunda jornada no empeoraran las condiciones. Estos cambios impactarían en costos adicionales, pero al menos manteníamos la posibilidad de volver a Buenos Aires con el comercial hecho. ¡Filmamos!
El día amaneció con un sol apagado. La lluvia de cenizas estaba lejos de terminar, se hacía omnipresente. Cubría las hojas y las ramas de cada árbol del bosque, las piedras de la playa del lago, se depositaba sobre el muelle borrando las vetas de la madera y en los troncos que rodeaban el arroyo. Todo lo que permaneciera estático el tiempo suficiente quedaba cubierto de cenizas y mimetizado con el entorno. Las partículas que flotaban en el aire distorsionaban la luz. La imagen que resultaba era muy difícil de describir, como si tuviera un filtro polarizador, un lente ultra prime que eliminaba todos los brillos. Un efecto que alejaba la imagen del mundo real para llevarlo a un plano onírico, fantástico, apocalíptico. ¿O serían mis ganas de encontrarle a esto un costado asombroso?
Como fuera, la decisión de filmar había sido tomada, pero llevarla a la práctica no era tan fácil. Debíamos improvisar porque el plan de rodaje sucumbió bajo las cenizas. Mientras filmábamos, un equipo reducido buscaba nuevas locaciones y mandaba fotos para que con el director y el productor ejecutivo seleccionáramos y las reenviáramos a Buenos Aires para su aprobación en tiempo real. Así transcurrió la primera jornada y para la segunda ya estábamos un poco mejor preparados o, mejor dicho, igual de mal pero acostumbrados. Con el correr de las horas fuimos superando las dificultades de a una por vez y al terminar el segundo día, increíblemente teníamos material necesario para contar la historia, la incógnita era la calidad el material, pero eso lo sabríamos en la edición. Terminada la filmación, recién entonces nos enfocamos en el siguiente inconveniente: la incertidumbre del regreso. Los aeropuertos permanecieron cerrados por varios días y nosotros estábamos varados en Bariloche sumándole al déficit los gastos de hospedaje y comida para una delegación de cerca de cincuenta personas. Finalmente se decidió que el equipo volviera por tierra en un ómnibus que contrató la productora. Los creativos de la agencia, el productor, el director y yo partimos unos días más tarde en varios taxis hacia Esquel y allí conseguimos abordar un avión que nos depositó en Buenos Aires. Volver con el material filmado fue un alivio para todos y, a la vez, una condena para la gente de postproducción, que era quien tenía que hacerse cargo de las consecuencias de la frase que más sonó durante todo el rodaje: “eso lo arreglamos en pospro”.
Esa filmación fue para mí, una gran enseñanza, Aprendí a respetar la templanza de la gente de campo. Comprender sus desvelos por los pronósticos meteorológicos y siento que, por fin, entendí a mi viejo. De esta filmación saqué muchas conclusiones que vale la pena compartir: Nunca digas de esta agua no he de beber. Nunca pienses que ya nada te puede sorprender. Un padre nunca le suelta la mano a un hijo por más arrogante que éste sea. Y nunca te confíes de los putos volcanes.