Dale click para escuchar la banda sonora de la película "Perdidos en la noche'" año 1969.
“El primero de diciembre es el día Nacional de Rumania”. Así comenzó el primer diálogo que tuve con Stephan en un pasillo del Hospital de La Paz en Madrid.
–¿Tu hijo nació el primero de diciembre? –me preguntó en su español balcánico.
–Si –le contesté.
–Qué suerte tienes, yo deseaba que mi David naciera el primero
–Ah…
–Pero nació el dos –agregó con un marcado tono de decepción–. No sabes la ilusión que me hacía tener un hijo el primero de diciembre.
Era tan clara su frustración que llegué a dudar de si no me estaba insinuando un enroque de bebes, preferí no confirmarlo.
Los encuentros con Stephan se repitieron durante los tres días que mi mujer estuvo internada. Cada vez que el médico entraba para revisar a Carola y a Hannah, nosotros, los maridos, debíamos esperar en el pasillo. Yo había llegado a España con ella ya embarazada y la promesa de obtener rápidamente la residencia legal y el permiso de trabajo. Esto no sucedió y durante un año y medio estuvimos en la misma situación que Stephan y el resto de los rumanos. Éramos todos inmigrantes ilegales.
La historia de Stephan era la de miles, con Hannah, dejaron Rumania para buscar un futuro mejor. Él era técnico en aires acondicionados, según me dijo, pero por algún motivo no trabajaba de eso ni nada parecido. Ayudaba a un hombre que tenía un bazar y le pagaba con un sueldo magro y una habitación para los dos.
–Pero el hombre ya me avisó que nacía mi hijo y no volvíamos, me he quedado sin casa y sin trabajo.
–Y qué vas a hacer, Stephan.
–No lo sé. Si tú sabes de algo, mi familia te lo agradecerá por siempre.
Todas nuestras charlas en los pasillos del Hospital de La Paz terminaban de la misma forma:
–Y recuerda, si tú sabes de algo, mi familia te lo agradecerá por siempre.
A Carola le dieron el alta un día antes que a Hannah. Cuando nos despedimos volví a preguntarle por sus planes.
–Estoy tratando de que no nos den el alta para quedarnos unos días más en el hospital. Pero si tú sabes de algo…
–Tomá, Stephan, te dejo mi teléfono, cualquier cosa avísame y vemos qué se puede hacer, pero en la calle no te podés quedar.
Ya en casa una de las primeras personas que nos visitó fue Ana, una amiga española que era asistente social. Ana rondaba los treinta, era alta, rubia, de ojos verdes, tenía cara de no haber roto un plato nunca. Simpática, espontánea, divertida y en su carácter ya se notaba el callo que había desarrollado por su profesión. Le conté el caso de Stephan porque realmente me preocupaba.
–Tío, que no te líes con rumanos. Que son un coñazo, no te los despegas más. Te lo digo yo porque lo veo a diario.
Al día siguiente, la estaba llamando a Ana:
–Anita, me llamó Stephan, está en la calle.
La dejé que soltara todos sus “yo te lo avisé”, “es que eres gilipollas” y “para qué coño hablo”. Sabía que tenía que pasar por eso, pero luego me ayudaría.
Ana era asistente social de vocación, realmente lo sentía y dejaba la piel en su trabajo. Ella me enseñó una faceta del asistencialismo que no conocía. Lo resumo en este decálogo incompleto que recuerdo de largas charlas que tuve con ella. Primero: fuera el sentimiento de culpa. La culpa a la iglesia, decía, que yo no soy responsable de haber recibido tanto (Ana pertenecía a una familia muy acomodada) y tú tan poco.
Segundo: la relación que se establece no debe ser vertical, sino entre personas que potencialmente estarían a la par.
Tercero: no hay que tratarlos como subnormales porque no lo son.
Cuarto: tener claro que se trata de personas a quienes la vida les debe una oportunidad. Eso es lo que hay que ayudar a que consigan: la oportunidad. El resto depende de ellos.
Quinto: que el esfuerzo debe ser de ambos lados, el que asiste y el asistido.
Sexto: son relaciones con comienzo y final, si se eternizan es porque hiciste mal tu trabajo, el objetivo es que alcancen su autonomía y vuelen.
Yo siempre le decía que ella era un poco coraza y mucho de corazón y Ana reaccionaba como un chico al que le cantan “piedra libre”; no me decía ni sí ni no, simplemente me mandaba a tomar por culo.
El mensaje de Stephan había sido claro, era invierno y por el teléfono se colaba la impiedad del viento helado.
–Que me echaron del hospital.
–Bueno, no te echaron, en todo caso te dieron el alta –le contesté con impostada firmeza aplicando los consejos de Ana–. ¿Y dónde estás?
–Estamos con Hannah y el niño en el centro comercial La Vaguada. No tenemos dónde ir.
Yo veía a mi mujer aún cansada reponiéndose del parto, a mi hijo recién nacido durmiendo calentito en su cuna y me resultaba imposible no ponerme en el lugar de ellos.
A la media hora Ana me volvió a llamar.
–Apunta esta dirección, es un centro de acogida del Ayuntamiento, ahí pueden quedarse unos días, pero tu amigo tiene que espabilar porque es sólo para madres e hijos, esta vez le otorgan un permiso excepcional, pero tiene que moverse rápido.
Lo busqué por el centro comercial, la imagen era fuerte, parecía una versión aggiornada del pesebre. Stephan cargado con todas las mochilas que le cabían, Hannah con el niño en brazos, doblada sobre un cochecito que usaban para transportar más pertenencias. De una de las manijas colgaba una bolsa con pan, dos botellas pequeñas de agua y los pañales que les habían dado en el hospital. Sobre la otra manija descargaba el peso de su cuerpo como si fuera un bastón.
El proceso de Stephan fue tal cual lo había anticipado Ana. De ese primer refugio pasó a un piso del Ministerio de Derechos Sociales en Príncipe Pio, donde se alojaban familias y en tres meses debían conseguir un empleo. Una vez por semana se presentaba un funcionario y se llevaba a los padres de cada familia al supermercado para hacer las compras -que pagaba el ministerio-. Tenían algunas normas que cumplir, no podían invitar al departamento ni amigos ni familiares. La tele se podía prender a la noche y durante el día los hombres no podían quedarse en el piso, debían salir a buscar trabajo.
Entre tanto, Stephan se había convertido en el primer extra de cada uno de nuestros comerciales, con eso no cubría todos sus gastos, pero al menos sumaba unos euros. También se incorporó al grupo de los fulbitos de los viernes, donde se reveló como un wing derecho veloz, pero con poco control de la pelota. Por su lugar de origen, Transilvania, rápidamente dejó de ser Stephan: “Pasala vampiro”.
Un día me llamó y noté en seguida un tono más solemne en su voz, quería invitarnos con mi familia y Ana incluida al bautismo de David. Obviamente no cabía otra respuesta que no fuera “Vamos”, aunque era un domingo temprano en el centro de Madrid, con mucho frío y Ana no podía acompañarnos. Pero ni bien llegamos agradecimos haber ido. Era en una catedral ortodoxa muy grande, con un sacerdote mayor con un vestuario imponente, muchos dorados, y todos los asistentes éramos nosotros y un hombre que habían conocido en la casa de acogida.
Apenas llegamos, Stephan repartió los roles, el hombre sería el padrino y yo el fotógrafo. Me entregó su vieja Leica, que cuidaba como un tesoro y allí fuimos. La ceremonia era bastante particular, consistía en dar vueltas alrededor del altar. Iba el sacerdote adelante con el niño en alto recitando algo en rumano, supongo; detrás iban los padres que a partir de la tercera o cuarta vuelta empezaron a animar al resto a seguirlos. Terminó siendo como un trencito de casamiento, pero en versión litúrgica.
Otro día también me llamó desesperado, todavía le quedaban pertenencias en lo de su antiguo jefe y éste le había puesto un ultimátum, “te doy hasta el domingo, el lunes las prendo fuego”. Esto me lo avisó ese domingo con lo cual fuimos al lugar inmediatamente, cargamos sus cosas, que no eran tantas y las dejamos en mi baulera donde durmieron una larga siesta.
El límite llegó cuando después de convocarlo para un comercial, me planteó que, como ese día Hannah trabajaba, si Carola podría cuidar a David.
–Hasta acá llegamos, Stephan, si querés trabajar vení y todos contentos, pero no te pases porque para eso busco a otro y ya.
Al poco tiempo Stephan consiguió un trabajo en un locutorio, luego le surgió la posibilidad de un empleo temporario en Andalucía, en la cosecha de aceitunas, que dicen que es muy duro, pero se paga bien, y ya no quiso volver a Madrid. Finalmente logró que lo contrataran en un pequeño hotel donde él se encargaba del mantenimiento del edificio y Hannah cocinaba.
La última vez que hablamos fue cuando lo llamé desde Bucarest.
–Stephan, estoy en Bucarest, recomendame algo para conocer.
–Mmm, en Bucarest no sabría decirte, no voy hace muchos años.
–Ah, ¿vas directamente a Transilvania?
–Eh, no, en realidad hace años que no voy a Rumania. Sabes qué pasa, Jimmy, es que allí hay mucha pobreza.
Nos despedimos, él me volvió a recordar que en Andalucía siempre habría un lugar para mí y mi familia. Luego cortamos y lo dejé volar.