Dale click para escuchar la banda sonora de este capítulo "De Vez en Cuando la Vida" año 1983.
En septiembre de 2001, viajé a Nueva Orleans para asistir al festival de publicidad hispana en Estados Unidos. El encuentro terminó con un Mardi Gras muy animado. Al día siguiente me levanté al mediodía con los ecos del carnaval en mi cabeza. Dejé pasar el desayuno del hotel y fui a cumplir un ritual que había pactado con un amigo. Caminé hasta una plaza que quedaba en el French Quarter, leí las últimas páginas del guion de un largometraje que quizás podría convertirse en su ópera prima. Luego deposité el guion sobre el banco y me fui. Así habíamos acordado de antemano, el guion tenía que quedarse en esa ciudad que él amaba y, como no tuve agallas para tirarlo en un tacho, simplemente lo dejé allí, en el banco de una plaza.
Mi viaje seguía hacia Los Ángeles; mi objetivo era cerrar un acuerdo con alguna productora para que nos representase en Estados Unidos. El vuelo con escala en Atlanta se hizo largo y llegué al hotel pasadas las once de la noche. Averigüé, pero a esa hora ya no había restaurantes abiertos y el “room service” me deprimía. Preferí dormirme sin comer y empezar bien al día siguiente.
Me despertó el teléfono, era Carola desde Buenos Aires.
–¿Estás bien, estás bien?
–Sí, ¿qué pasa?
–¡Prendé la tele!
Y en ese momento vi, en vivo, cómo el segundo avión se incrustaba en la segunda Torre Gemela. Estando en Los Ángeles uno tiende a atribuirle todo a los efectos especiales del cine, pero lamentablemente esto era real.
Estupor, incertidumbre, espanto y luego el caos. Todos los aeropuertos de Estados Unidos permanecerían cerrados hasta nuevo aviso. Estaba literalmente varado y, al estar todos en la misma situación, la forma de vincularnos cambió instantáneamente. El lobby del hotel se transformó en un punto de unión y cualquier dato o versión se compartía. El castellano se escuchaba mucho porque en esos días la ciudad se preparaba para la entrega de los Grammy latinos. Fue así que me uní casi como uno más a la delegación de músicos de Joaquín Cortez, famoso bailaor español, que también se alojaban allí.
Pero Los Ángeles no era Los Ángeles. Había perdido su brillo, su vitalidad, es que, siendo el centro mundial del espectáculo, en un momento en el que la realidad ridiculiza a la ficción, la ciudad se quedaba sin alma, sin identidad. La gente caminaba por Rodeo Drive como zombis, algunos negocios permanecían abiertos, pero en la calle ninguna Mujer Bonita cargaba bolsas con compras.
Con el paso de las horas el desconcierto se incorporó a la rutina del día a día y, de a ratos, la vida parecía fluir normalmente. Yo por entonces vivía en Argentina, todavía y no tenía el oído entrenado para identificar los distintos acentos españoles, ni siquiera un marcadísimo andaluz. Pero ellos sí distinguieron mi tonada rioplatense, lo que nos llevó al primer tema en común que surge: el fútbol y, segundos después, Maradona que, como si no alcanzara con su trascendencia mundial, además jugó una temporada en el Sevilla.
–Sabes que venimos de una gira con Serrat, tocamos en Cuba y conocimos al Pelusa.
–¿Estuvieron con Diego?
–Hostias que si estuvimos. ¡Un máquina el tío!
A partir de ese momento alternamos charlas sobre Maradona con posibles modos de salir de Estados Unidos. Yo me había puesto en contacto con un conocido que tenía una productora en México y me ofrecía cruzar por tierra la frontera y desde allí volar a Buenos Aires. Si hubiese tenido certeza de que me dejarían cruzar lo hubiese intentado, pero no sonaba seguro. Después de una semana de compartir la incertidumbre y hacernos compañía, de pronto los músicos me cuentan que habían conseguido un vuelo para esa misma noche a Madrid y de allí volverían a Sevilla. Y no pasó mucho tiempo para que me confirmaran mi vuelta a Buenos Aires con escala en Atlanta y trasbordo en Miami.
Ese encuentro azaroso en California de alguna forma quedó abierto. La ansiedad por reencontrarnos con los seres queridos arrasó con las formalidades de una despedida civilizada y cuando pudimos, cada uno salió disparado sin un saludo, un intercambio de datos, ni una foto de esa familia de emergencia que se armó allí y duró apenas siete días.
Pasaron varios años. Yo ya me había instalado con mi familia en Madrid y un día cualquiera estaba trabajando en un estudio de grabación, teníamos que terminar de mezclar la banda musical de una publicidad. Un músico terminó de grabar su parte, la pista de la guitarra y salió de la sala hacia el control donde yo estaba. Me saludó, le respondí, se sentó frente mí y los dos quedamos en silencio.
Mientras esperábamos para revisar el material trataba de no mirarlo, pero a la vez no podía dejar de espiar la guitarra que él abrazaba como a una hija. Era muy particular, absolutamente blanca, toda, completa. Realmente llamaba la atención.
–Qué buena guitarra –le dije finalmente.
–Ah, sí, gracias. La tengo hace varios años –me contestó orgulloso en un español rebosante de flamenco.
–Es muy particular, nunca vi una así.
–Bueno, es que se hizo especialmente para una gira en la que me tocó acompañar a un gran artista y luego me la regaló.
–Qué bien. ¿Y se puede saber quién fue ese artista tan generoso?
–Joan Manuel Serrat. ¡Un máquina!
Entonces me cuenta, seguramente al identificar mi acento, que justamente en esa gira hicieron una escala en Cuba donde después de tocar fueron con toda la banda a una fiesta en la casa de…
Lo interrumpí y le pregunté si casualmente esa gira no fue el mismo año en que se suspendió la entrega de los Grammy por el ataque a las Torres Gemelas.
–Hombre, que yo estaba allí, joder. Y recuerdo que también había un argentino varado...
–Mucho gusto, era yo.
Yo no soy bueno en matemáticas, más bien todo lo contrario, pero muchas veces pensé cuál podría ser el porcentaje de probabilidades de que nos volviéramos a cruzar con este músico. Cuántos ceros después de la coma para que esto ocurriera. ¿Pero habrá sido solo una casualidad remota o más bien un chiste del destino? Como un aviso de que en realidad no manejamos nada, que nos dejan creer que tomamos las decisiones de nuestra vida, pero la verdad es que los piolines los manejan de otro lado. Creemos que somos los que mueven las fichas cuando en realidad somos los trebejos de una gran partida de ajedrez. ¿O no? No lo sé. En realidad, elijo no saber.
Esa vez intercambiamos datos y nos despedimos como corresponde para nunca intentar vernos. Preferimos, al menos yo preferí conservar la inocencia e imaginar qué bonita canción sería esta historia cantada por Serrat y acompañada con una guitarra totalmente blanca.