Capítulo 5: Despedidas

 

Dale click para escuchar la banda sonora de la película "La chica del adiós" año 1977.

 

Cuando uno se muda lejos, tanto que la posibilidad de ver a los que queremos deja de ser inmediata y cotidiana, empieza a convivir con las despedidas.

 

En un lugar nuevo, desconocido, uno se ve en la necesidad de adaptarse a muchas cosas y es sorprendente la capacidad que tenemos de hacerlo.

Horarios, comidas, costumbres, son muchos cambios y amoldarse a ellos es la única manera de insertarse. Cambian también todos los vínculos, la pareja pasa a ser el sostén, el aliado, el cómplice y el amigo. Los nuevos amigos son casi hermanos. Se encuentran padres y tíos sustitutos, todo se remplaza a fuerza de necesidad.

 

A casi todo nos adaptamos, menos a las despedidas. Uno se despide cuando se va y cuando nos dejan los que nos visitan. Las despedidas pasan a ser una constante. Es cierto que como contrapartida están las bienvenidas que son gloriosas, pero nada logra mitigar el dolor de cada separación.

 

Después de migraciones, aduana y free shop llegamos al asiento del avión. Ahí nos damos cuenta no solo de que la visita se acabó, sino también de que es el momento en que más lejos estamos del próximo reencuentro. 

Cuando el que se va es la visita se siente, incluso, un poco peor. Volver del aeropuerto y encontrar la última taza de café, deshacer las camas o descubrir en la heladera eso que le gustaba y quedó sin terminar provoca que el vacío se viva en todas las dimensiones. Me acuerdo la primera vez que Mamá nos fue a visitar, ya hacía ocho meses que estábamos en Madrid y cuando nos despedimos en Barajas saludó a mi mujer, a mi hijo y me dejó a mí para el abrazo final mientras me decía al oído:

–No se vuelvan. Los voy a extrañar horrores, pero acá están mucho mejor.

Me dio un beso y se perdió detrás de la entrada de preembarque sin volver a darse vuelta.

Nunca me pude acostumbrar a las despedidas.

 

Era lunes, se acercaba la primavera en Europa. Yo estaba en mi casa de Madrid almorzando con mi mujer y mis hijos de cuatro y dos años que habían faltado al colegio para estar juntos un rato más, esa misma tarde viajaba a Barcelona para filmar una campaña de un banco. 

El teléfono sonó cuando los chicos terminaban sus natillas, sobre el sonido del microondas que anunciaba que mi café ya estaba caliente. Atendí y en el “Hola” de mi cuñado Marcelo, el médico de la familia, supe todo.

 

Unos meses antes, en diciembre, habíamos estado en Buenos Aires para pasar una Navidad en familia. Su salud ya estaba muy deteriorada, sus momentos de lucidez eran cada vez más cortos y más esporádicos. Mis hermanas me lo habían advertido, pero la realidad siempre es mucho más dura que la imagen que uno puede llegar a hacerse. La realidad es impiadosa, destruye cualquier fantasía, cualquier ilusión. Y ante la realidad, las sensaciones son muy ambiguas. Todos sabíamos cuál sería el final, lo que no sabíamos era cuándo. Por momentos, siendo consciente de que me tendría que volver a España, deseaba que ocurriera de inmediato, mientras estuviera allí, pero enseguida me atacaba la culpa “voy a mirar mi agenda a ver cuándo tengo libre para que te mueras”.

 

El tema es que las cosas suceden como deben suceder y no como uno quiere, a veces coincide con lo que uno prefiere, con lo que le queda más cómodo, pero otras muchas no. Y en esta situación en la que yo ni sabía lo que quería, nada me iba a conformar.

 

Así fue como el destino decidió que llegara antes mi partida que la de ella y me vi en la peor situación por la que me tocó pasar en mi vida, tener que decirle adiós y dejarla sabiendo que no la volvería a ver.

 

Estiré la despedida lo más que pude, esperé al último momento del último día. Respiré hondo y fui a su casa. Entré en su cuarto con Carola y los chicos. Dejé que ellos le dieran un beso y fueran saliendo hasta quedarnos solos. Me arrodillé junto a su cama y le agarré la mano. Ella parecía dormida, ajena a todo y eso hacía que fuese más difícil para mí decirle adiós. Necesitaba que se enterara y que me entendiera, porque si me entendía, quizás me perdonara por dejarla en ese momento y yo podría irme mejor, con menos culpa.

 

Me sentía un traidor, un ingrato, un insensible, pero la realidad -otra vez la realidad- era que su agonía podría durar meses y yo me tenía que volver. Tenía que seguir mi vida y ella su muerte. Y mi vida estaba en Madrid.

 

Le di un beso en la mano y me preparé para soltarla, dejarla ir. Darle la espalda y empezar mi duelo aunque siguiera viva. En ese momento, el último que íbamos a compartir, recuperó la conciencia y con una serenidad profunda, me preguntó: –¿Por qué llorás?

 

No le contesté, sólo le sonreí y con eso los dos quedamos en paz.

 

Esas fueron las últimas palabras que me dijo mi madre. Contundentes, sanadoras. No se me ocurre nada más propio de una madre que esa pregunta, que en este caso traía implícita la respuesta: no hay motivo para que llores, está todo bien.

 

Una vez más, y por última vez, me regaló el alivio que sólo puede dar una madre a un hijo. 

Así le pude decir: –Adiós, y gracias por todo, vieja.



Ese lunes no viajé a Barcelona, tampoco volví a Buenos Aires, era imposible: Caro estaba con ocho meses de embarazo, conseguir pasajes no era sencillo y, seguramente, tendrían que demorar todo para esperarme. Y además, nosotros ya nos habíamos despedido.

Uno o dos días después llegué a Barcelona donde me esperaba todo el equipo. Pensé que tendría que afrontar una filmación muy dura, y lo fue, pero no tanto. En esa filmación, el equipo fue familia.

 

 

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