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Siempre preferí la codirección con la persona adecuada, a la dirección en solitario. Son muchos y muy variados los aspectos a los que un director tiene que estar atento -encuadre, luz, arte, marcación de actores, vestuario, maquillaje, edición, música, mezcla de sonido…- demasiados como para disfrutarlos todos. Cuando abrimos la productora yo arranqué como productor ejecutivo, no porque supiera sino porque éramos solo dos y alguien lo tenía que hacer. Y además queríamos aprovechar la experiencia de Sebas Alfie, mi socio, que ya tenía un par de cortos en su haber como director. Viniendo los dos de la creatividad publicitaria compartíamos una formación que nos permitía sincronizar muy bien, pero los números no eran lo mío y en cuanto pude desentenderme de los presupuestos me dediqué de lleno a la codirección con Sebas y fue una gran experiencia. Nuestra sociedad funcionaba por contraposición. Éramos -y seguimos siendo- bastante distintos, pero cada uno aportaba lo que le faltaba al otro. Trataré de graficarlo: yo divido a las personas en dos grupos, los de menú fijo y los de a la carta. Yo soy menú fijo, lo que la vida me plantea, así como viene lo acepto y me adapto (los zurdos aprendemos pronto a adaptarnos a un mundo que nos viene a contramano). Sebas, en cambio, es a la carta, es de los que cambian o intentan cambiar todo según su propio criterio. En lugar de adaptarse a la vida, buscan que la vida se amolde a ellos. Ninguna de las dos posturas está mal, pero un poco de cada es mejor.
Y al ser uno judío y el otro católico teníamos todos los frentes espirituales cubiertos, lo mismo daba un Yom Kipur que una Semana Santa, siempre teníamos a quien prenderle una vela para pedirle un milagro.
Después de años de trabajar juntos creo que la participación de cada uno podría haber quedado más pareja (siento que Sebas aportó más que yo) si no fuera porque él me presentó a José Martínez Suarez, su profesor de cine que luego fue el mío también. Eso me deja en deuda eterna. Por lo demás pienso que, en los comienzos, Sebas sin un contrapeso corría el riesgo de perderse en la estratósfera, pero yo sin él no hubiese despegado. Hoy, que nuestros encuentros son esporádicos, lo siento mucho más amigo que cuando éramos socios y compartíamos más tiempo juntos que con nuestras familias.
En nuestra mecánica de trabajo los intercambios de opiniones generalmente se producían sin testigos y luego salíamos los dos con un discurso unificado que servía principalmente para no enloquecer al equipo. Pero no siempre lo lográbamos. El rodaje en Sofía fue muy intenso, la cantidad de decisiones que debíamos tomar diariamente era enorme y teníamos a la agencia muy metida entre nosotros. Necesitábamos recuperar nuestro espacio de alguna manera, por eso a Sebas se le ocurrió contratar una masajista para que estuviera a nuestra disposición durante el rodaje. Me pareció una locura, era agregar más ruido a una producción que ya venía muy comentada.
–Justamente por eso. Por la logística del tren, la estación y el manejo de los ochenta extras que tenemos, el rodaje va a tener muchos tiempos muertos, cada toma va a llevar mucha preparación y todos van a querer opinar. Decime si no es mucho mejor que en lugar de que discutamos si una toma sí o una toma no, se distraigan con sus cuellos rígidos, los nudos de sus espaldas y que de paso se relajen un poco.
Por más que yo no estuve de acuerdo, reconozco que fue una buena idea, pudimos sacarnos algo de presión de encima. De todas maneras, el rodaje era complicadísimo, si bien teníamos carta blanca para hacer prácticamente todo lo que se nos ocurría (hasta me di el gusto de conducir un tren), no siempre contábamos con el equipamiento necesario. Los búlgaros suplían cualquier falencia con la mejor voluntad y mucho de “lo atamos con alambre”, cultura con la que nos sentíamos como en casa. El idioma por momentos también complicaba, pero cuando nos lográbamos entender, descubríamos a profesionales muy preparados, de hecho, el jefe de producción que nos asignaron, con 26 años de edad, ya había trabajado en diez largometrajes de gran producción. Pero por sobre todo esto, para mí lo más estresante era el manejo de las ventanas de tiempo, debíamos ser súper precisos para quitar nuestro tren del circuito puntualmente porque un error, demorarnos un minuto podía significar, ni más ni menos, un choque de trenes.
En este estado de desgaste mental nos encontró Diego, nuestro asistente de dirección y parte de la legión de expatriados, cuando vino con una consulta más. Estábamos en medio de un campo plano, no recuerdo que hubiera árboles, y la vía del tren lo atravesaba hasta perderse en el horizonte.
–Hola, chicos… Hey, me escuchan.
Sebas y yo estábamos idos, pero a Diego, que es un excelente asistente de dirección, no se le escapaba ningún detalle.
–Chicos, ¿qué hacemos con los montoncitos estos de pasto?
El campo estaba salpicado por pintorescos montoncitos con forma de media esfera. Todos muy prolijos. Diego insistía y nosotros no bajábamos a la tierra hasta que gritó con más determinación y reaccionamos los dos al mismo tiempo y con toda la seguridad. “Sacalos” dijo Sebas en el momento en que yo decía “se quedan”. Nos miramos y nos empezamos a reír. Y más nos reímos cuando vimos la desesperación de Diego. Evidentemente habíamos encontrado una válvula de escape, había alguien que estaba peor que nosotros.
–Dale, che, se me viene el tren y no lo puedo frenar… y con Sebas seguíamos, “se van”, “se quedan”. Los montoncitos no nos importaban nada, nos divertía jugar con la desesperación de Diego, era compulsivo, como los chistes en los velorios, algo que sabés que está mal pero es imposible evitarlo. Y así lo tuvimos hasta último momento que le confirmamos que había que sacarlos. Sin pensarlo, se dio vuelta y con el megáfono ordenó enérgicamente: “Remove the montoncitos”. La carcajada, entre los que entendíamos castellano, fue general. El contraste entre la vehemencia de la orden y lo absurdo de la frase era total. El cine tiene cada tanto esos lapsos de lucidez en los que, si uno puede alejarse un poco del entorno y tomar conciencia, te das cuenta de lo ridículas que son las cosas en las que en ese momento nos va la vida.
A partir de ese día quedó para siempre esa frase, cuando alguien decía algo muy ridículo era inevitable el comentario: “Remove the montoncitos”.
Aunque no lo supimos inmediatamente, ese rodaje tan divertido y exigente a la vez, tuvo consecuencias. El comercial salió muy bien, tanto el cliente como la agencia quedaron super conformes con el resultado, pero por algún motivo esa producción para Vodafone fue la última campaña que codirigimos con Sebas. Nunca lo hablamos ni lo analizamos en profundidad, fue más una sensación en la que los dos teníamos claro que habíamos llegado a un límite. Un telón imaginario se bajó y le puso fin a una etapa que disfrutamos, sufrimos y disfrutamos lo sufrido. Gracias, Sebas.