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…En una nueva escala del tour “Conociendo las ciudades más feas de Europa”, hoy llegamos a Bucarest… Perdón Stephan, no es con vos, pero en tu país no me han mostrado su lado más amable.
Sucede que a menos de veinticuatro horas de haber terminado el rodaje en el ferry en Atenas (ver capítulo 1: La Odisea), nos avisaron que habían conseguido un aeropuerto para el comercial del burro. A las cuatro de la mañana nos pasarían a buscar por el hotel para tomar el avión de las siete hacia Bucarest. Fue la primera vez en mi vida que aprobé una locación sin haber visto ni siquiera una foto.
Llegamos a Bucarest y me encontré con una paleta de colores compuesta por grises muy fríos con toques en un beige típico de los setenta. Todo bastante viejo y poco cuidado, con afiches rotos, muebles de distintas gestiones y melaminas saltadas, muy al estilo de oficina pública.
Evité cruzar miradas con Cuco hasta no digerir lo que veía. Recién cuando llegamos a la cola de migraciones, lo miré y con una sonrisa me dijo:
–Aquí no tendremos problemas con el clima, tío.
Confirmé lo que ya sabía, podía volver a contar con él.
Pasó primero el equipo de Grecia, salvo Basso, la jefa de producción que se quedó con los que éramos extranjeros, luego pasó nuestra Laura con su pasaporte mexicano, detrás fue Cuco con el español y finalmente llegó mi turno y el de mi pasaporte argentino. Esa vez el agente de migraciones en lugar de decirme Argentina – Maradona o Messi (según el rango etario al que perteneciera), me dijo Argentina – Visa, y no se refería a la tarjeta de crédito. Con Basso nos enfrascamos en una discusión que, desde el primer minuto, sabía que estaba perdida. En realidad tenía una esperanza, porque una vez, improvisando sobre la marcha un viaje por el Caribe, llegué a Martinica y me pasó lo mismo, en aquel momento la situación dio lugar a un diálogo raro que no deja bien paradas a las fuerzas de seguridad de la isla.
–No tiene visa -me dijo el empleado de migraciones.
–No –le contesté.
–¿Quiere comprar una?
–Sí, por supuesto.
–Bueno son cincuenta dólares.
Muy linda Martinica, pero esta vez se presentaba más difícil. Basso me consiguió el teléfono del embajador argentino en Rumania, era un sábado temprano, pero contra todos mis prejuicios, el funcionario me atendió. El señor Miguel Ángel Suarez era diplomático de carrera -se ve que los políticos no se disputan destinos como Rumania- hablé con él y ante mi pedido de sinceridad absoluta, me dijo: “estás al horno”. Por esa época Rumania se postulaba para ingresar a la comunidad europea y el punto más flojo que tenían era justo la inmigración ilegal, tanto de rumanos por Europa como de ciudadanos no europeos que ingresaban por Rumania.
–Si esto pasaba hace seis meses, yo creo que podíamos conseguir un permiso especial de estadía breve, pero ahora es imposible. Igual déjame que hable con migraciones a ver qué es lo mejor que podemos conseguir.
–Yo necesito por lo menos estar acá el lunes a la tarde para filmar. El martes me voy.
Al rato el embajador me llamó para anticiparme lo que iba a pasar y me sugirió como enfrentarlo:
–Ahora te van a deportar, te pido que no te quejes ni putees ni nada porque acá la policía es durísima. Te pueden mandar a Buenos Aires por ser ciudadano argentino o al destino de donde provenís, o sea Atenas. Yo ya pedí que te extraditen a Atenas y estoy gestionando un turno en la embajada de Rumania en Atenas para que el lunes te den la visa. Y una cosa más, no intentes volver con la línea aérea que viniste hoy. A ellos los sancionan por no exigir la documentación requerida y vos pasas automáticamente a la lista de pasajeros no deseados, así que ahorrate otro disgusto y cambiá de aerolínea.
Antes de que se fueran, cabinas de migraciones de por medio, les pedí que avanzaran con la preproducción y que consideren exagerar la locación en sus rasgos soviéticos, eso podía darnos una estética interesante.
La pesadilla duró hasta las nueve, o diez de la noche que volví a entrar a Grecia y dejaron de vigilarme. Antes de eso, estuve permanente con un policía a cada lado, hasta en el baño. Sin mi pasaporte y sin poder comunicarme con nadie. En un momento le pregunté a uno de los policías -al que tenía el ceño menos fruncido- por qué me trataban como un criminal si yo no lo era, y me contestó que él no sabía si yo era un criminal o no.
–Yo tampoco sé si usted es un imbécil o no, aunque tengo indicios, y, sin embargo, lo trato como a un ser respetable. –Esto es lo que me hubiera gustado contestarle, pero sentí que no estaba en línea con la recomendación del embajador.
Al llegar a Atenas, me llevaron a un cuarto aparte con 7 policías de los cuales uno hablaba inglés mal y otro pésimo. El resto solo en griego. A esa altura yo ya sabía un montón de palabras griegas como paréntesis, protagonista, maratón, Zorba, éxtasis, lesbiana y orgía, pero ninguna me pareció apropiada para el momento. Esperé mirando cómo se pasaban uno a otro mi pasaporte, algo les causaba gracia, pero nunca supe qué. Y dentro de mi cabeza no dejaba de escuchar una voz que me decía: “Tu papá tenía razón, deberías haber estudiado algo en serio”.
Al cabo de un buen rato los agentes se aburrieron de mí y me dejaron pasar.
Al día siguiente, era domingo y aproveché para avanzar con la edición del comercial del ferry. Luego, cuando volvía al hotel vi, en una vidriera, una remera que sin dudas era para mí. La compré pensando en estrenarla para el reencuentro con todos en Bucarest.
El lunes, gracias a la gestión del embajador argentino en Rumania, conseguí la visa y a las cinco esa tarde ya estaba en vuelo hacia Bucarest. Llegué una hora antes del inicio del rodaje luciendo la remera nueva que decía en inglés: “Ánimo, hagamos como que nunca pasó”.
Cumplidos los tres minutos que nos concedimos de festejos, nos pusimos otra vez en marcha. Teníamos cincuenta extras y cada uno tenía que pasar por el detector de metales, incluido el burro al que le sonaban las herraduras. Yo miraba al equipo de Rumania y me sobraba gente, me explicaron que el sindicato nos obligaba a contratar esa cantidad de técnicos. “Bueno, lo entiendo y lo acepto, pero los que no tienen tareas concretas asignadas, los asistentes de los asistentes, saquémoslos del set porque si no es incontrolable”.
Comenzamos a rodar con el mejor ánimo, ya había más confianza después de la jornada que habíamos compartido en el ferry y en virtud de esa confianza, los creativos se empezaban a animar a participar más y pedir más variantes. En la medida de lo posible siempre concedo salvo que técnicamente no se pueda o que no tenga continuidad en la edición, pero cuando noté que al ritmo que traíamos no me iba a alcanzar el tiempo para meter las tomas que me faltaban para poder contar la historia, no tuve más remedio que dejar de escuchar sugerencias y volverme más pragmático: “el tiempo es tirano, no yo.
Recuerdo una situación ridícula, una más que se dio en esa producción. Fue durante un cambio de escena cuando yo me puse a sacar fotos, lo de la estética soviética me había entusiasmado, y en eso se acercó un hombre de seguridad para advertirme que allí no se podía sacar fotos. Totalmente absurdo, teníamos todo un equipo de filmación desplegado y este cristiano se ponía estricto conmigo y mi celular.
–¿Filmar sí, pero sacar fotos no? –Le pregunté.
El hombre me respondió algo en rumano que obviamente no entendí, pero estoy seguro de lo que me dijo: –Le pido que no me comprometa.
Finalmente nos concentramos en lo estrictamente necesario y logramos terminar con lo justo gracias, en gran medida, al aporte invalorable del burro. Uno de los mejores actores que tuvimos en esa producción.
Al día siguiente, me levanté relativamente temprano para poder caminar un poco la ciudad. Lo que vi no fue una ciudad fea, había grandes fuentes, avenidas con amplios bulevares y edificios majestuosos. Se la veía como una ciudad cuyo esplendor quedó en el pasado. No era fea, era decadente. Y eso duele más.
No volví a Bucarest y pasaron muchos años desde entonces, quizás hoy sea otra cosa, no lo sé. Espero que sí.