Capítulo 15: Tomas descartadas

 

Dale click para escuchar la banda sonora de la película "Nuestros Años Felices" año 1973.

 

Siempre consideré que la estadía en los hoteles tiene fecha de caducidad. Por más estrellas, spa o desayuno americano que tengan, hay una alarma interna que en determinado momento se activa y la estadía se empieza a padecer. Ese instante puntual y definitivo es cuando el conserje me empieza a llamar por mi nombre. Eso es algo que nunca pude soportar, es la prueba más clara de que ya tengo que volver a casa. No me sucede igual en otros rubros, con un mozo de un restaurante por ejemplo, que el hecho de que sepa mi nombre y conozca mis gustos genera una agradable sensación de pertenencia. Pero cuando los conserjes entran en confianza es distinto, me pasa todo lo contrario. Se ve que los hoteles son lugares a los que no quiero pertenecer tanto.

La experiencia más patética de exceso de hotel la viví en Barcelona, habíamos sido contratados por el Ayuntamiento para filmar el típico mensaje de fin de año, esto implicaba que la preproducción, el rodaje y la post debían realizarse en la ciudad condal. En principio era una gran noticia, Barcelona, además de ser muy bonita, es una ciudad muy reticente a otorgar permisos para filmar en la vía pública, pero siendo el Ayuntamiento quien nos contrataba, teníamos carta blanca para elegir locaciones, cortar calles y pedir lo que quisiéramos en función de lograr un mejor anuncio.

En eso estábamos; con días de scouting muy largos y reuniones en el hotel prácticamente todas las noches. Terminando una de esas jornadas entrábamos al hotel con el jefe de producción y el asistente de dirección, todos realmente cansados, y mientras atravesábamos el lobby nos sorprende desde el mostrador el conserje muy entusiasmado de vernos volver y nos saluda con un cariñoso:

–Hey, ¡¡¡aquí llegan los boludos!!!

Es común que en España identifiquen a los argentinos con la palabra que más usamos.

–¿Tuvieron un buen día los boludos?

Todos entendimos que la expresión en este caso era de afecto, pero a los gritos y delante de los demás turistas sonaba muy fuerte.

–Ya les mando unos tragos a mis amigos boludos…

Esa vez, más que nunca, sentí que mi cuota de estadía en el hotel estaba cumplida.

Hay una expresión popular que dice que un hombre tenía tanta mala suerte que puso un circo y le crecieron los enanos. Algo así nos pasó en Lloret de Mar, un municipio catalán de la Costa Brava. Estábamos filmando una campaña para Movistar, la acción transcurría en una disco y después de mucho insistir -más Sebas que yo- logramos que el cliente aceptara incluir en el casting una Drag Queen. Sin entrar en detalles, diré que las Drag Queen son hombres que se visten de mujer con un estilo de maquillaje, peinado y vestuario totalmente exacerbado.

El rodaje debía comenzar con los planos de exteriores y uno de esos era el ingreso glamuroso de nuestra Drag Queen. Ella llegó en hora totalmente montada y acompañada de su representante dispuesto a espantarle a los molestos fans que sólo existían en la imaginación de ellos. Un asistente de dirección los acompañó a un camarín improvisado en el interior de la disco, mientras preparábamos la toma. Fue en ese interín que nos sorprendió una lluvia fina pero muy molesta, tanto que decidimos dar vuelta el plan de rodaje, comenzar con las escenas en el interior de la disco y dejar las del exterior para el final. Estas decisiones siempre acarrean otras complicaciones que entre todos vamos tratando de superar, pero inevitablemente se sufre más porque por algo el plan original se había planteado de otra manera. Pero lo cierto es que, lanzados al fango, se baja la cabeza y se avanza. Es verdad que recibimos varios mensajes del representante de la Drag Queen reclamando acción, pero ya no había chance, nuestra respuesta era siempre la misma: –Terminamos esta escena y vamos con ella. Este intercambio se repitió por aproximadamente siete horas, fue recién cuando amainó la lluvia que la convocamos de urgencia al set. Ahora la carrera era contra el amanecer que en poco despuntaría.

Cuando vimos acercarse al representante supimos que algo estaba muy mal.

–Lady Roberto no va a actuar hoy.

–Pero cómo que no, ya tenemos todo listo, es su momento de brillar…

–Que no, imposible. 

–¿Se enojó? Si se enojó tiene razón, le pedimos mil disculpas…

–Gracias por las disculpas, se lo diré. Pero es definitivo, hoy no va a actuar.

–Te juro que no entiendo, si esperó hasta ahora…

El representante se levantó y disimuladamente nos pidió que lo siguiéramos. Recién cuando estuvimos los tres solos y apartados habló.

–A ella le hacía mucha ilusión filmar con ustedes, pero lamentablemente la espera fue demasiado larga y siente que ya no luce bien.

–No entiendo.

–¡Que le ha crecido la barba, joder!

Una vez, alguien con mucha experiencia me dijo que sólo hay dos tipos de reuniones de preproducción: las que te aburrís o las que te va mal. Las reuniones de preproducción son inevitablemente largas, es donde se presenta casting, locaciones, vestuario, arte, todo, y con dos o tres alternativas de cada cosa. Por eso creo que la definición es buena, pero quizás la que voy a contar ahora sea la excepción a la regla. En esa época yo era director creativo en una agencia de publicidad. Teníamos un guion aprobado que me gustaba mucho y sentía que necesitábamos una estética distinta a lo habitual, por eso insistí más de lo aconsejable para convencer a un cliente muy conservador de contratar a una dupla de directores jóvenes y rupturistas (así los promocioné). Finalmente el cliente aceptó mi sugerencia dejando en claro que lo hacía porque confiaba en mi criterio y porque yo me hacía responsable del resultado. Así fue que comenzamos a trabajar con Juan y Pablo -vamos a llamarlos así para resguardar sus identidades- que además de trabajar juntos eran pareja. Durante el proceso de preparación del rodaje tuve varias reuniones con ellos y noté que el ambiente se ponía cada vez más tenso, estaba claro que no atravesaban su mejor momento sentimental. Esto fue un tema compartido con el equipo creativo, todos lo percibimos y decidimos cruzar los dedos para que la tensión no explotara. Así llegamos a la reunión de preproducción con el cliente. Los directores llegaron tarde y se sentaron justo en frente de mí. Confieso que la primera impresión me descolocó para el resto de la reunión, fue como una trompada en la pera. Juan tenía un ojo negro producto claramente de un golpe y Pablo llevaba una esposa cerrada en su muñeca derecha y la otra colgaba de la cadena que las une. Una imagen más asociable al mundo sado que a lo policial (quizás por la brillantina de su cuello y el rímel mal borrado). Le hice señas y escondió las esposas en la manga de su sobretodo aunque no cambiaba nada, tenían el desenfreno impreso en sus personas.

Esa debe haber sido la reunión de preproducción más larga de mi vida, no me aburrí ni me fue mal, pero lo pasé pésimo. Desde ese momento hasta terminar el comercial y salir al aire, el cliente me dedicó solamente dos palabras. La primera fue ahí mismo, cuando se me acercó, me miró fijo y con la voz de Vito Corleone (juro que lo escuché así), me dijo:

–Suerte. 

Para que fuese aún más evidente de quién era la responsabilidad, nadie del cliente participó del rodaje. Ninguno se presentó, llamó ni preguntó nada. Por mi lado, yo tuve una charla profunda con Juan y Pablo en la que entendieron que más allá de sus desencuentros había un trabajo por realizar y esposado a su resultado (la elección de la metáfora no fue inocente), estaba mi futuro. A pesar de esto, durante toda la filmación hubo chispazos e insultos que llegaron a extremos como el de “Mal vestido”, pero así y todo logramos terminarla. 

Nos volvimos a ver con el cliente semanas más tarde, cuando fue la presentación del off line. La sala de edición parecía un iglú, caras tensas y silencios incómodos. Después de un breve preámbulo con el que intenté, sin éxito, distender el ambiente, pasamos a la proyección. Como se suele hacer, el comercial se pasa tres veces seguidas, luego de eso se vuelven a encender las luces y se abre el fuego a los comentarios. Hay una regla no escrita en las grandes corporaciones que indica que el primero en opinar debe ser el ejecutivo de menor rango, luego el inmediatamente superior, y así hasta que por último se expresa el de mayor autoridad. 

Ese día nadie habló, nadie se movió, ni siquiera probaron una sola de las medialunas que suelen ser las primeras víctimas en estas reuniones. El ruido intermitente de un tubo de luz y algún carraspeo nervioso subrayaban la profundidad del silencio. El cliente, el de mayor cargo, se puso de pie, caminó hacia la puerta y al pasar junto a mí pronunció muy despacio, casi como un secreto, la segunda y última palabra:

–Zafaste.

Nuestra primera filmación en España fue de guerrilla. Habíamos conseguido un guion que estaba muy bien, pero al cliente no le interesaba producirlo. Los creativos de la agencia eran argentinos instalados en Madrid y ellos sí lo querían hacer, pero no había quien pusiera la plata. Para nosotros podía ser la entrada a España y la salida del Corralito que nos estaba asfixiando. Para colmo, con la productora que nos representaba en España todavía no nos conocíamos. Pero con mucha fe las montañas comenzaron a moverse. El cliente aceptó poner algo (alguito), la productora pondría la misma suma que pusiera el cliente (otro alguito) y nosotros, los directores, renunciábamos a nuestro cachet y sólo pedimos que nos pagaran los pasajes, del alojamiento nos ocuparíamos nosotros. Nos hospedamos en el departamento de Fede, otro creativo argentino que también andaba por allá buscándose la vida. Recuerdo que yo me despertaba religiosamente todos los días a las cinco de la mañana. No era producto del entusiasmo, que sí lo tenía y mucho, el motivo de mis madrugadas era que a esa hora el colchón inflable, apenas pinchado, se quedaba sin aire y mi columna crujía contra el parquet.

Con lo poco que teníamos nos mandamos. El comercial era de tipo collage, esos que se componen de distintas viñetas en diferentes locaciones. Filmamos dos dentro de la productora, otra en el hall de entrada del edificio de alguien de la agencia, una más en la terraza de la asistente de producción, otra en una maternidad, que fue la única que filmamos con permiso, y dos exteriores robados: uno en un puente sobre la A6 que tenía de fondo el Faro de Moncloa y el otro en el frente del Registro Civil de Madrid. Ni hablar de que el casting era todo de gente conocida y el vestuario que cada uno aportaba.

Algo pasó, se creó una épica alrededor de esa producción que hacía que todos quisieran poner el hombro, un entusiasmo que fue contagiando y comprometiendo personalmente a cada uno de los que estaban involucrados. Dejamos para el final la escena del Registro Civil. Sabíamos que tenía sus riesgos, por eso nos fuimos acercando de a poco. Llegamos temprano, antes de que abriera, en la entrada sólo había un ciego que vendía lotería. El plano que teníamos que hacer era sencillo: un inmigrante salía del edificio orgulloso con su libreta de familia. Estudiamos el mejor lugar para instalar la cámara, el recorrido que debía hacer el actor y cuando nos sentimos preparados nos metimos en un bar a la vuelta de la esquina a esperar que abriera el Registro Civil. Éramos cinco en total, el director de fotografía, la jefa de producción, el actor, Sebas y yo. De los cinco sólo Valeria, la jefa de producción, tenía residencia legal, el resto éramos argentinos salvo el actor que era de Marruecos, y todos ilegales.  

Estábamos armando el Libro de Familia para la filmación y en eso vemos por la ventana que dos patrulleros frenan en la puerta del bar. Se bajan cuatro policías de cada uno y rodean nuestra mesa. 

–¿Que qué están haciendo? ¿Qué buscaban en el Registro Civil? ¿Por qué están falsificando un documento? ¿Dónde están sus identificaciones? 

Un tiroteo de preguntas para las que no teníamos ninguna respuesta sencilla. Y todavía no sabían que uno de nosotros era marroquí. En España los marroquíes son sospechosos o culpables, no hay más. Y el nuestro parecía de los segundos porque en cuanto vio a los policías me quiso endosar su teléfono.

Les dijimos que éramos estudiantes, que se trataba de un trabajo para la facultad, que sólo estábamos de paso en España, cualquier cosa, pero la falsificación del documento nos perjudicaba mucho. Hasta que uno de ellos miró la Libreta con más atención, sonrió y se la mostró al de al lado y este al siguiente. El nombre falso que poníamos era Diego Armando. Una vez más nos salvó, se apiadaron y después de un reto leve, a nivel de chas chas en la cola, nos dejaron libres.

Pagamos la cuenta del bar y nos fuimos. Caminábamos tratando de recuperar el aire cuando pasamos frente al Registro Civil, exactamente delante del ciego que con la vista fija en un punto un poco por sobre nuestras cabezas, nos dijo:

–Se ve que hoy están con suerte, ¿por qué no se juegan un numerito?

La productora tenía apenas unos meses de vida y estábamos compitiendo por nuestro primer proyecto para una empresa grande: Unilever. La creatividad era de una de las agencias más premiadas del país, con la que hasta ese momento no habíamos trabajado nunca. Teníamos mucho interés en hacer el proyecto y una sola posibilidad: ganarlo por presupuesto. Y lo hicimos, sin pudor y sin orgullo puedo decir que fuimos los más baratos y nos lo adjudicaron. El comercial era de Skip y si bien no dejó ganancia, quedaron tan conformes que unos meses más tarde nos pidieron replicarlo en Brasil. Partimos hacia San Pablo que fue nuestra casa por un mes, durante el proceso nos integramos muy bien con los creativos brasileros, al punto que antes de terminar el comercial, nos dieron otro guion de Skip para filmar en paralelo. Y durante la postproducción del segundo nos acercaron un tercer guion para unos chicles con el que pensaban que podían ganar en festivales. A todo decíamos que sí y nuestro pasaje de vuelta se iba postergando. La falta de la familia empezaba a pesar, por eso acordamos no tomar más proyectos y una vez entregado el de los chicles volver a Buenos Aires. 

Las dos primeras producciones salieron bien y cuando llegó el momento de filmar el comercial de chicles recién nos enfrentamos al ejercicio de traer a la realidad lo que estaba escrito en el guion. El comercial iba de un velorio en el que uno de los deudos se acercaba al finado a darle su último adiós al oído y, debido de su mal aliento, el muerto se levantaba indignado. Una idea que en los papeles podía funcionar y parecía graciosa, pero producirla era otra cosa. La montamos en un estudio, la escenografía era muy sencilla, un tapón de fondo en el que colgaba un gran crucifijo, dos grandes cirios a cada lado, unas coronas de flores y en el centro dos bases de madera oscura en las que se apoyaría el cajón. Pero fue ingresar el ataúd y el ambiente del set se vino abajo. Unos hacían cuernitos con los dedos, otros se tocaban las partes, incluso algunos se aferraban a una cruz o una medalla y hasta me pareció escuchar rezos en lenguas celestiales. El ánimo general cambió de golpe, era lo opuesto a lo que necesitábamos para filmar una publicidad de humor. El plató se convirtió en un velorio.

Con Sebas nos miramos y sabíamos que teníamos que hacer algo. Honestamente no recuerdo a quién se le ocurrió, pero lo concreto es que terminamos los dos, primero uno y después el otro, acostados dentro del cajón esperando la pregunta que sabíamos que vendría:

–¿Qué hacen? ¿Por qué se meten en el ataúd?

–Porque la próxima vez no vamos a poder bajarnos.

El recurso sirvió para exorcizar el momento, invitamos a los que quisieran probarse el ataúd y algunos hasta se sacaron fotos. A mí eso ya me pareció demasiado, pero ahora lamento no haberlo hecho, podrían ilustrar maravillosamente esta crónica.

 

 

 

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